Han pasado cinco años desde que tengo el privilegio de estar así,
corazón con corazón,
acostándote pegadito a mí,
acompañándote cada noche a dormir,
con una canción, una respiración,
un repaso del día, un cuento,
respondiendo a esas preguntas profundas
que me hacen contemplarte.
Lo asumo, hijo,
aún no estamos listos para separarnos
y dormir en camas distintas.
Esto es demasiado hermoso para cortarlo,
y yo tampoco estoy dispuesta a insistir en ello.
Me permito decirme que en esta historia,
papá no tiene voz, ni voto.
Somos solo nosotros dos.
Acepto cada uno de tus argumentos:
«la habitación está lejos»,
y sin duda, «tu cama tiene que estar donde está el baño,
con una puerta de por medio
para que puedas acostarte conmigo
y ver tus juguetes».
Valoro que me digas «tengo miedo»,
porque sé que un día este momento pasará
y me dirás que te vas a tu cama a dormir.
Ahí estaré, viéndote crecer,
sumando momentos.
Mientras tanto, disfruto de cada instante,
porque la única desventaja que siento
es la calidad de mi sueño,
por alguna que otra patadita.
Pero en el fondo, sé que estos momentos son tesoros,
que no volveré a vivirlos,
porque nuestro hoy es fugaz.