Y un día, un colibrí, mensajero del universo decidió cruzar el umbral de mi hogar.
Con la sutileza de un susurro y la velocidad que lo caracteriza, se posó en mi mundo, trayendo consigo una oleada de sabiduría que me instó a detenerme, a observar la danza de sus aleteos, como si cada movimiento fuera un verso en un poema antiguo.
Desmenuzar esos acontecimientos espontáneos, como esta visita celestial, no resultó sencillo. Cada suceso se viste de colores vibrantes, de sensaciones efímeras que se deslizan en un suspiro, pero los recuerdos, oh, los recuerdos perduran como ecos en el vasto océano de mi memoria.
Y aquí estoy, acercándome hoy a esos fragmentos del pasado, a contemplar la esencia de lo vivido.
Contemplar los recuerdos, lo tangible y lo elevado, las emociones que fluyen como ríos de luz, para verme a mí misma, para sentirme como sigo aleteando en esta vida, como un colibrí que desafía el tiempo.
En mi fuga de recuerdos, entrecierro los ojos, me sumerjo en la burbuja de aquella visita, buscando descifrar y decodificar el misterio que se oculta tras la razón.
¿Qué razón? Esa que me brinda la calma, que en cada acontecimiento me permite tejer mi realidad. Esa pequeñez que me acompaña en el viaje, disfrutando de los matices del camino, sintiéndome viva aquí y ahora, como un destello de luz en un espacio infinito.